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jueves, 16 de septiembre de 2010

ENCIERRO DE POTASAS (NAVARRA,1975)


En solidaridad con los mineros del carbón que están pasando por serios problemas y que diariamente son centro de atención de los medios de comunicación, rescato de mis archivos la Mención especial (testimonio histórico) del VI Concurso de microrrelatos mineros «Manuel Nevado»

Publicado en el diario La Nueva España del día 26 de agosto 2010.

No pudieron con nosotros ni las ratas, -anuncia Carlos a modo de título antes de comenzar a leer en voz alta-. «Aquella mañana Ciriaco se convertía en un flan cada vez que intentaba explicar porque no podíamos beber del depósito». Apareció uno de esos bichos en el fondo, la imagen era asquerosa, tan desagradable como saber que ya no teníamos agua, desde aquel día solo bebo rioja, ¡por si acaso!. El comentario provoca una carcajada y da paso a un animado murmullo que poco a poco se hace mudo conforme una voz relata como lo complejo que resultaba recoger el agua de las grietas pasó a ser un entretenimiento que hizo más llevadera la huelga. El diario vuelve a ser abierto por una página al azar que lleva por título Séptimo día; «La situación empeora. Los casos de gripe se agravan, uno está muy mal, otros dos tienen fiebre. Decidimos pedir un médico ». El recuerdo trae un breve silencio donde las miradas se buscan con complicidad para arropar a Urtain que sacude la ceniza de su puro antes de tomar la palabra. Fue jodido -relata- , quise seguir, con más razón cuando el médico incluyó en su visita la noticia de la huelga general, pero no pudo ser. Si no es por ti no nos enteramos -sentencia Carlos -, saber lo que se estaba fraguando ahí afuera fue crucial para aguantar los quince días sin apenas comida y en unas condiciones que solo nos orientaban a abandonar. ¿Os acordáis de quién levantó los ánimos en aquella ocasión? -pregunta mientras pasa las hojas del diario buscando el testimonio de aquella jornada-. «Esto va a ser duro y vamos a ver por donde revienta, porque o revienta por algún sitio o reventamos nosotros. Hay que seguir con el encierro, no podemos abandonar ahora. Compañeros, ¡Arriba la clase obrera! Miradas de emoción, silencio conmovedor rostros sucios, barbas crecidas [...]». El mismo grito se repite treinta años después por la misma persona y como si no hubiese pasado el tiempo es respondido por cuarenta y cinco voces, ¡arriba! , como si fuese un grito de guerra. Carlos cierra el diario, o al menos eso es lo que pensaba hacer antes de sentir la necesidad de perderse en su lectura otra vez, para hacer más intenso el recuerdo de su compañero, aquel «pesao» que no hacía otra cosa que calentar la cabeza con eso de hacer una cena, para juntarnos -decía- y recordar lo que fuimos, como si él hubiese dejado de serlo alguna vez. Pasa las hojas escritas hasta llegar a la última, vuelve a la mina, al encierro del 1975, regresa a las galerías, a las lámparas que alumbran rostros demacrados, a las reuniones que quisieron cambiar el mundo, al miedo a la represión y al no saber que pasa ahí afuera. «Por fin nos ponemos en marcha, formando un grupo y en silencio avanzamos los cuarenta y siete mineros por el mismo camino que recorrimos quince días antes. El espectáculo a la salida es impresionante, nos recibe el sargento de la guardia civil afirmando «la que habéis liao», apenas nos quedan fuerzas para levantar el puño como única respuesta [...]. Carlos cierra el diario y observa a los mineros que asoman en cada pupila, alza la copa como si quisiese colgarla del cielo y exclama «compañeros, esta va por los mineros de Potasas». ¡Salud!

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