Afortunadamente los presagios del capataz se cumplieron, la ventilación natural de la mina permitió a esta tercera oleada de mineros llegar a socorrer a algunos compañeros con éxito y sin mayores dificultades.
Una vez en el exterior, Tadeo analizó la nueva situación y trazó un plan.
Esta vez acompañado por diez mineros volvería al interior en busca de los que faltaban; entre ellos, mi padre.
Cuando lo hicieron, pasaron de nuevo al lado del buey muerto y de las vagonetas destrozadas. Dos estaban volcadas hacia la izquierda. Retirando las maderas que obstaculizaban el avance, pudieron continuar esquivando las descarriladas. Pocos metros más adelante, cerca del fondo de saco donde extraían el carbón, estaban sus cuerpos rodeados de trozos de madera arrancados por la explosión de grisú. Todos aparecieron en alpargatas. Les madreñes(1) y herramientas de trabajo estaban veinte metros más allá de donde se encontraban, lo que demostraba que todos pretendieron ponerse a salvo. Donde se produjo la explosión perecieron, además de mi padre, otros seis mineros.
Todos los cadáveres estaban completamente tiznados por el polvillo de carbón, ensangrentados y en ellos se notaban terribles quemaduras en cara y pecho. Los cuerpos de dos de ellos estaban completamente destrozados.
A hombros, fueron sacando, uno a uno, los siete cadáveres, y los iban depositando en una caseta, previamente vaciada, donde se almacenaban paja, alfalfa y algarrobas para los bueyes.
Hubo que lavarles la cara para poderlos identificar. El padre de uno de los mineros fallecidos, con una serenidad y sangre fría verdaderamente espartanas, iba reconociendo los cadáveres, y al llegar al de su hijo, le registró los bolsillos, le sacó…
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